LA ESCOPETA NACIONAL SE DISPARA A CONCIENCIA EN LOS PIES
La escopeta nacional (1978), de Berlanga, es posiblemente una de las mejores parodias hechas sobre los tradicionales devaneos del poder y la corrupción que ha habido siempre en España, centrada en un empresario catalán que paga una cacería en la finca de un marqués, con invitados de relumbrón, para conseguir que el negocio prospere. Una clase alta a la que todo lo que no sea de su interés, personas incluidas, le importa más bien poco, por no decir nada. Por desgracia, y como siempre, la realidad ha terminado superando a la ficción, y la escopeta nacional está en un punto de no retorno.
Desde siempre, desde los tiempos de los celtas y los íberos, ha habido diferencias entre los pueblos que habitaban la Península, pero seguro que incluso en esos tiempos había más cordialidad que la que se fomenta hoy día entre unas regiones y otras. El enésimo choque de trenes que todos esperábamos entre los Gobiernos español y catalán ha tenido lugar a manos de dos maquinistas ebrios de poder y de atención mediática, y ha dejado cientos de heridos y la credibilidad del Estado por los suelos. Al final, aunque haya dos bandos, la víctima siempre ha sido, es y será siempre la misma: el pueblo. Sí, he dicho pueblo, una palabra que en puridad, y a falta de la correspondiente tergiversación prejuiciosa, no tiene ideología ni tira hacia ningún lado. Es el grupo de personas básico de cualquier sociedad. Personas que, una vez más, han sido lo de menos, y han quedado etiquetadas y apresadas bajo banderas de todos los colores.
Dos de los partidos con más casos de corrupción de la historia de este país, que ya es decir mucho, han hecho gala de su habilidad y experiencia para hacer lo que mejor se les da, que es todo esto menos gobernar, dialogar y hacer política responsable: corromper, manipular y ultrajar una de las palabras más cargadas de significado, “democracia”, una palabra que siempre ha supuesto opinar diferente, consensuar y llegar a un entendimiento, pero que ha acabado convertida en un revoltijo de conceptos interesados, hipócritas y autoritarios, para ser lanzado como un cóctel molotov con temporizador contra un enemigo común inventado, invisible e inexistente, uno para cada bando y recíprocamente el contrario, que no deja de ser, en cada pueblo, el vecino, idéntico a los acólitos, con los mismos problemas y preocupaciones diarias, aquellas que la incompetencia de quienes dicen ser nuestros representantes no permite solucionar.
Para unos, la democracia es convocar unas elecciones sin garantías jurídicas de ninguna clase, sin negociar e improvisada, por encima de quienes, todo sea dicho también intransigentemente, se oponen a ello, y a sabiendas de su nulidad, únicamente para enaltecer los ánimos y así pretender que sea válida. Para otros, es reprimir de cualquier manera la disidencia de opinión y la libertad pacífica de expresión, requisando unas peligrosas papeletas que en sus mentes hacen más daño que una bomba. Todos los gobernantes, unos y otros, son culpables de jugar con los sentimientos totalmente legítimos de aquellos que se consideran españoles, catalanes o de ambas identidades, de convertirlos en títeres y piezas de ajedrez y de quitarles a esas emociones la parte del entendimiento.
En el Reino Unido se permitió un referéndum en Escocia, pactado y dialogado. Aquí, eso es imposible: la democracia que pretendemos tener es un ideal más elevado que lo que en la práctica tenemos en el conjunto de nuestro país.
¿Democracia? ¿Unidad? ¿Legalidad? Según para quién y en qué momento convenga. La unidad que tanto se pide y se predica es la farsa menos creíble en mucho tiempo, cuando a diario vemos justificaciones a las agresiones que se hacen a los derechos humanos en este país, como la ONU viene denunciando desde hace tiempo, o cuando la gente celebra como si fuera la victoria del Mundial -que por cierto se nos ha olvidado que fue de todos-, el hecho de que partan cuerpos de seguridad del Estado a detener como sea a todo aquel que se atreva a pisar un colegio electoral. Unas cargas policiales que recuerdan a las de hace más de cincuenta años, y en la que posiblemente participaron como reprimidos muchos familiares de los que ahora cantaban “a por ellos”.
Tampoco es unidad que la Presidenta del Parlament, Carme Forcadell, haya dicho en alguna ocasión que los votantes de otros partidos en Cataluña no son catalanes, y que muchas personas en las instituciones tachen a un sector de la población de ciudadanos de segunda por no querer hablar en un idioma y preferir otro igualmente válido y oficial, o por querer manifestar una opinión igualmente válida por la vía pacífica. Así, los gobernantes más intolerantes de esta Comunidad han hecho su propia versión de la escopeta nacional, la misma élite que en Madrid con distinto idioma y misma ideología.
La empatía, no ya entre los pueblos, sino entre los propios miembros o amistades de una misma familia, definitivamente, brilla por su ausencia. No, todo esto no es unidad: es imposición de ideas, eso es odiar y discriminar al que piensa diferente, y querer que el otro se una a ti incondicionalmente, como si de una conquista para desacreditar a la otra parte se tratara.
Ya lo dijo Bismarck: “España es el país más fuerte del mundo, los españoles llevan siglos intentando destruirlo y no lo han conseguido”. La diferencia es que, en esta ocasión, tanto el Gobierno español como el Govern de la Generalitat han jugado a la autodestrucción mutua siendo plenamente conscientes de ello. Han logrado polarizar a una sociedad hasta el extremo de que ya no haya prisioneros, o conmigo o contra mí, víctimas y verdugos de sí mismos.
En medio de todo, quiero pensar que son mayoría los que apostarían aún por el diálogo, los que no se han radicalizado, y reciben la presión de ambos bandos porque se unan a uno o a otro, y así estos puedan aumentar sus conquistas personales. De lo contrario, los más neutrales o imparciales no paran de recibir el desprecio conjunto de esas eternas dos Españas que da igual qué nombre tengan, siempre aparecen.
Ojalá todo se arreglara, pero visto lo visto, a nadie le interesa que las aguas del río vuelvan a su cauce. En este mes de distracciones y cortinas de humo sobre los procesos judiciales y los problemas sociales que aún existen y no han desaparecido poniendo el foco en Cataluña, los dos principales partidos políticos responsables de esta situación han afianzado su voto y han sacado rédito electoral, uniendo a los extremos a su alrededor con las banderas al viento. Así es como el garrote venció a la razón, y si nada cambia la seguirá venciendo.
Al final, va a tener sentido aquella frase de un muy cuestionable estratega, que parece salido de la versión original de La escopeta nacional o de sus peores secuelas: “Cuanto peor mejor para todos, y cuanto peor para todos mejor, mejor para mí el suyo, beneficio político”.
Desde luego, la violencia, como decía mi compañero Mario Anonimator en este otro post de opinión, no es la solución, si es que tu intención no es que todos acaben ciegos, claro: Referéndum de Cataluña, ¿sí o no?
Para terminar estas divagaciones nacidas de la rabia y la impotencia ante la escopeta nacional que vivimos, mis mejores deseos de recuperación para los heridos del 1 de octubre, sean del signo y de las ideas que sean.
Para todos aquellos que aún no odian por odiar en este país, buenas noches, y buena suerte.